-
@ rakoo
2025-05-04 01:45:38El sol de la tarde caía oblicuo sobre un campo de hierba alta, tiñéndolo de tonos dorados y rojizos. A un lado, una formación disciplinada de hombres vestidos con armaduras de cuero y metal relucía bajo la luz. Eran legionarios romanos, cada uno portando un scutum, el gran escudo rectangular, y un gladius corto y letal. Se movían como una sola entidad, un muro de escudos erizado de puntas de lanza que asomaban por encima.
Al otro lado del campo, una fuerza más dispersa pero igualmente imponente esperaba. Eran samuráis, guerreros vestidos con armaduras lacadas de intrincado diseño. En sus manos, las brillantes curvas de las katanas reflejaban el sol poniente. Su presencia era menos de masa compacta y más de tensión contenida, como la de depredadores listos para abalanzarse.
El silencio se quebró cuando un oficial romano alzó su signum, un estandarte con el águila imperial. Al unísono, los legionarios avanzaron con paso firme, sus sandalias clavándose en la tierra. Gritaban su grito de guerra, un rugido gutural que resonaba en el aire.
Los samuráis observaron el avance implacable. Su líder, un hombre de rostro sereno con una cicatriz que le cruzaba la mejilla, desenvainó su katana con un movimiento fluido y silencioso. La hoja brilló intensamente. Con un grito agudo, dio la orden de ataque.
La batalla comenzó con un choque violento. Los legionarios, con sus escudos entrelazados, formaron una muralla impenetrable. Los samuráis se lanzaron contra ella, sus katanas trazando arcos de acero en el aire. El choque de metal contra metal llenó el campo, un coro estridente de la guerra.
Un samurái, ágil como un felino, intentó saltar sobre el muro de escudos. Pero un legionario, rápido y entrenado, lo recibió con una estocada precisa de su gladius, que encontró un hueco en la armadura. El samurái cayó, la sangre tiñendo la hierba.
Otro samurái, con un grito furioso, lanzó un corte horizontal con su katana. El golpe impactó contra un scutum, dejando una marca profunda en la madera y el metal, pero el escudo resistió. Antes de que pudiera recuperar su arma, el legionario detrás del escudo le asestó un golpe rápido con el gladius en el costado desprotegido.
La formación romana era una máquina de matar eficiente. Los legionarios trabajaban en equipo, protegiéndose mutuamente con sus escudos y atacando con sus gladius en los momentos oportunos. La disciplina y el entrenamiento eran sus mayores armas.
Sin embargo, la ferocidad y la habilidad individual de los samuráis eran innegables. Sus katanas, a pesar de no poder penetrar fácilmente la sólida pared de escudos, eran devastadoras en los espacios abiertos. Un samurái logró flanquear a un grupo de legionarios y, con movimientos rápidos y precisos, cortó brazos y piernas, sembrando el caos en la retaguardia romana.
La batalla se convirtió en un torbellino de acero y gritos. Los legionarios mantenían su formación, avanzando lentamente mientras repelían los ataques. Los samuráis, aunque sufrían bajas, no retrocedían, impulsados por su honor y su valentía.
En un punto crucial, un grupo de samuráis liderados por su comandante logró concentrar sus ataques en un sector de la línea romana. Con golpes repetidos y feroces, consiguieron romper la formación, creando una brecha. Se lanzaron a través de ella, sus katanas sedientas de sangre.
La disciplina romana se tambaleó por un momento. Los samuráis, aprovechando la oportunidad, lucharon cuerpo a cuerpo con una furia indomable. La longitud de sus katanas les daba ventaja en el combate individual, permitiéndoles mantener a raya a los legionarios con cortes amplios y letales.
Sin embargo, la respuesta romana fue rápida. Los oficiales gritaron órdenes, y las líneas se cerraron nuevamente, rodeando a los samuráis que habían penetrado la formación. Los legionarios, trabajando en parejas, inmovilizaban los largos brazos de los samuráis con sus escudos mientras otros asestaban golpes mortales con sus gladius.
La batalla continuó durante lo que pareció una eternidad. El sol finalmente se ocultó en el horizonte, tiñendo el campo de batalla de sombras oscuras y reflejos sangrientos. Ambos bandos lucharon con una determinación feroz, sin ceder terreno fácilmente.
Al final, la disciplina y la formación compacta de los legionarios comenzaron a imponerse. Lentamente, pero de manera constante, fueron cercando y diezmando a los samuráis. La muralla de escudos era demasiado sólida, y la lluvia constante de estocadas del gladius era implacable.
Los últimos samuráis lucharon con la desesperación de quienes saben que su final está cerca. Sus katanas seguían cortando con gracia mortal, pero eran superados en número y en la táctica del combate en grupo. Uno a uno, fueron cayendo, sus brillantes espadas manchadas de sangre.
Cuando la última katana cayó al suelo con un resonido metálico, un silencio pesado se cernió sobre el campo. Los legionarios, exhaustos pero victoriosos, permanecieron en formación, sus escudos goteando sangre. Habían prevalecido gracias a su disciplina, su equipo y su táctica de combate en grupo. La ferocidad individual y la maestría de la katana de los samuráis no habían sido suficientes contra la máquina de guerra romana.
La noche cubrió el campo de batalla, llevándose consigo los ecos de la lucha y dejando solo la sombría realidad de la victoria y la derrota.